Cuando abrí los diarios digitales
de ese día y me enteré de la tragedia, no podía creer que alguien sobre la
tierra podría descargar su ira y todo su odio sobre seres tan inocentes que
solo sabían llevar alegría y esperanza a sus padres, a su escuela y al
peligroso mundo que les rodeaba.
Las primeras noticias llegaron
frías y fueron recibidas con inmenso pesar por todos que en distintos
escenarios la comentaban y a una sola voz se preguntaban: ¿Cómo se sentirán sus
padres?, una pregunta que no ameritaba respuesta, el solo hecho de saber que
sus pequeños ya no estarían con ellos, era simplemente devastador.
Y aunque siempre es triste saber
de la muerte de alguien y mucho mas de un inocente de apenas 6, 7,8, 9 años, lo
terrible de todo que ha sido en la víspera de la Navidad, cuando los niños son
los protagonistas de la época mas encantadora del año; piensan en los regalos,
en la lista de juguetes para Santa, los dulces y los paseos a tiendas, la decoración
y la fiesta de la escuela.
La tragedia de Newtown me causó mucho
dolor y rabia y el saber que la mayoría de las víctimas eran niños en edades
entre 6 y 7 años, me hizo recordar a una historia la cual leí con atención hace
algunos años porque la misma retrata una realidad que nos cuesta mucho que los demás se enteren..
La historia la refirió el
periodista y orgullo de nuestra clase, profesor, columnista y director de
diarios y revistas, Rafael Molina Morillo, en su columna del matutino El Día, y
recuerdo el señalamiento de que alguien la envió a su correo. La misma trata sobre
un visitante que llega a una ciudad por la cual sentía inmensa curiosidad en
conocer sobre sus edificaciones, costumbres, paisajes, cultura y sobre todo su
gente.
El visitante recorre la ciudad
acompañado de unos pueblerinos, visita museos, bibliotecas, escuelas; conoce la
comida con sus platos típicos, baila su música y disfruta al máximo todo cuando
quiso saber de ese lugar.
Todo anda bien hasta que llega al
cementerio de la ciudad. Allí se detiene con los acompañantes, observa cada una
de las tumbas y camina con pasos muy lentos entre éstas. Ve con detenimiento
que las tumbas decían los nombres de las personas fallecidas y la edad que
decían tener, y casi todas oscilaban entre 5,6,7 años.
Sin pronunciar palabras, mira,
mira, y lee detenidamente, luego le dice a uno de los acompañantes: qué rara es
esta ciudad, aquí la gente muere siendo niños y le indica las edades con el índice,
y entonces el pueblerino le contesta: no, no es esa la edad de vida de los
difuntos que descansan aquí.
“No, dice confundido el visitante!,
y entonces por qué tienen esos años, preguntó, y es cuando el pueblerino le
responde: esa edad que está plasmada en esas tumbas, son los años en que esas
personas fueron felices, y le fue señalando uno por uno y ofreciéndole explicaciones
de algunos de los casos. “Mire fulano de tal vivió 70 años, pero sólo fue feliz
durante 6 años; perencejo vivió 60 años y sólo vivió feliz 5 años, y así
sucesivamente.
El visitante se llevó tremenda
experiencia de su viaje, y pensó seriamente en lo especial que era la gente de
ese lugar. Plasmar sobre sus tumbas las edades en que fueron felices es cosa
extraordinaria. Pensó que la gente vive tantos años y no se detiene a pensar en
los años en que valió la pena.
Esa historia me recordó la
tragedia de Newtown, Connecticut, Estados Unidos, repito, porque relaciono que
esos niños murieron en la edad en que todos somos felices, aunque merecieron
vivir sus vidas y hacer sus sueños realidad. A esa edad seguramente les habrían
dicho a sus padres lo que querían ser cuando fueran grandes, y hoy sus
progenitores solo sienten la pena de saber que volverán a verse algún día.
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